El hígado graso es una patología caracterizada por la acumulación de grasa en las células hepáticas de personas que no beben alcohol o lo hacen en muy pequeña cantidad y que se desarrolla sin apenas síntomas hasta que está muy avanzada.
Debido a que la obesidad, que está creciendo exponencialmente en buena parte del mundo, es uno de los principales factores que propician el hígado graso, esta afección está alcanzando valores alarmantes tanto en adultos como en niños.
Los mayores riesgos derivados del hígado graso son los propios de las enfermedades a las que suele ir ligada y que son propias del síndrome metabólico: la obesidad, ya mencionada; la diabetes, la hipertensión, la hipercolesterolemia y la hipertrigliceridemia. Sin embargo, en un 20% de los casos existe la posibilidad de que evolucione hacia una esteatohepatitis no alcohólica que se caracteriza porque la grasa acumulada en las células del hígado produce una inflamación con diferentes grados de fibrosis que puede acabar dando lugar a una cirrosis y, con el tiempo, otras complicaciones como la insuficiencia hepática o el cáncer de hígado.
Como en todas las enfermedades que constituyen el denominado como síndrome metabólico es fundamental modificar algunos hábitos alimentarios, así como incrementar el ejercicio. Por ello, a continuación, detallo algunos factores de nuestra dieta y estilo de vida que es importante tener en cuenta.
En primer lugar, cuando se detecta hígado graso hay que hacer una evaluación de las Kcal que nos está aportando la dieta y, si hubiera un exceso, hacer una reducción, aunque no drástica, de las mismas. En concreto, se calcula que reduciendo unas 500 Kcal al día es suficiente.
Para ello, hay que tener en cuenta los dos principales nutrientes energéticos de nuestra alimentación, los hidratos de carbono y las grasas.
Dentro del primer grupo, para evitar o reducir la grasa hepática hay que hacer especial hincapié en limitar el consumo de azúcares. Es decir, hidratos de carbono de asimilación rápida. Esto se debe a que las elevaciones rápidas de insulina que provocan estos compuestos favorecen la veloz acumulación de grasa por parte del hígado. Para seguir esta recomendación, debemos evitar el consumo de refrescos, zumos, miel, productos de pastelería y bollería o las harinas refinadas. Para ello es muy importante aprender a leer las etiquetas y evitar todos los productos en los que en su lista de ingredientes aparezcan como añadidos la sacarosa, la fructosa o los jarabes.
En cuanto a las grasas, es importante que hagamos una distinción fundamental entre las saturadas y trans y las monoinsaturadas. Las primeras, presentes en los lácteos enteros, mantequillas y margarinas o carnes grasas debemos limitarlas a consumo ocasional. Por el contrario, las segundas, mejoran la sensibilidad a la insulina y, por ello, deben estar presentes en nuestro día a día, aunque en cantidad moderada por su alto aporte energético.
Dentro de los alimentos que aportan grasas monoinsaturadas podemos destacar el aceite de oliva virgen extra, los frutos secos y los pescados azules ya que además del papel que tienen sobre la insulina reducen la actuación de genes implicados en la síntesis de grasa por parte del hígado y la expresión de las citocinas que favorecen la inflamación de dicha grasa.
Por otro lado, no podemos olvidar que el hígado graso se desencadena en la mayoría de los casos en personas que llevan una vida sedentaria. Por lo que para prevenirlo o reducirlo conviene realizar ejercicio aeróbico de manera moderada pero habitual. De esta manera y junto con la restricción calórica, lograremos que la grasa de nuestro hígado deje de almacenarse y comience a quemarse para obtener la energía que nuestro cuerpo necesita.