La obesidad, considerada una enfermedad de origen multifactorial que se da por un acúmulo excesivo de grasa procedente de un desequilibrio energético entre las calorías consumidas y las gastadas, se ha triplicado a nivel mundial desde 1975.
Esta enfermedad asociada a un elevado IMC, que a su vez es un factor de riesgo para diferentes enfermedades cardiovasculares (hipertensión, diabetes o cardiopatías), trastornos del aparato locomotor (osteoartritis) y algunos cánceres (mama, próstata, hígado, riñones y colon), supone un riesgo para la salud pública, generando un elevado gasto sanitario.
A lo largo de los años se han realizado algunos programas de prevención y tratamiento del sobrepeso y la obesidad con éxito limitado. Por ello, podría suponer una mejora utilizar estrategias complementarias que garanticen un resultado favorable y sostenible a largo plazo: la personalización nutricional.
Esta “personalización” empezaría por poder diferenciar las características fenotípicas o ambientales de cada persona, ya que parece existir una interacción entre genes y dieta.
En 2003, tras completar la secuencia del genoma humano surgen ciencias relacionadas con la nutrición, como la nutrigenómica, proteómica y metabolómica, que estudian la relación entre salud, nutrición y herencia genética así como sus interrelaciones; es decir por qué existen diferencias significativas en personas con el mismo patrón alimentario, qué genes pueden estar asociados o predisponen a ciertas enfermedades, etc.
Diversos estudios sobre la “hambruna holandesa”, producida durante la ocupación alemana en los Países Bajos cerca del final de la segunda Guerra Mundial, denotan como la escasez extrema (donde la población sobrevivía a duras penas con un 30% de la ingesta calórica diaria recomendada) tuvo como consecuencia que los bebés nacidos durante dicho periodo padecieran en mayor medida enfermedades coronarias e índices de obesidad y diabetes muy superiores a lo normal que no se llegaron a solucionar hasta dos o tres generaciones posteriores. Estos hechos se corroboran en estudios posteriores de los supervivientes de la Gran Hambruna China de 1958 a 1961.
Con estos ejemplos parece evidente la contribución ambiental al desarrollo de la obesidad, que también consta de un fuerte componente genético.
Si bien es cierto que el número de genes implicados en la obesidad puede ser superior a 200 haciendo difícil determinar todas sus posibles interrelaciones, algunos estudios han atribuido una variación del IMC a diferencias genéticas con genes implicados en el control de la ingesta (leptina), del peso, la secreción de insulina y el ritmo circadiano.
Sin embargo, la obesidad sigue siendo un síndrome complejo de origen multifactorial y su elevada tasa y prevalencia no puede ser explicada enteramente por causas genéticas, ya que dietas hipergrasas y sedentarismo están a la orden del día afectando a la mayor parte de la población con sobrepeso y obesidad.
Por tanto, deberíamos entender que aunque los genes pueden influenciar nuestro gasto energético, metabolismo y/o apetito, todos los factores participan e interaccionan con el mantenimiento del peso corporal, afectando ya desde etapas tempranas de la vida (desarrollo embrionario) hasta la edad adulta. Por tanto, sería necesario aunar las ciencias emergentes anteriormente mencionadas, de forma que en un futuro las terapias (como cirugías bariátricas), dietas y programas de ejercicio físico para luchar contra la obesidad, sean realizadas en base a estudios más personalizados e individuales.

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